Antiracistas compulsivos
A lo largo de la vida uno oye o lee frases que va incorporando a su antología particular. La última que ha llamado mi atención la pronuncia el protagonista de una de las novelas de Petros Markaris: “Hay dos cosas que odio en esta vida: el racismo y los negros”.
No odio a los negros. Siempre recuerdo las caras atrayentes y simpáticas de los negritos que salían en las hojas del Domund o las barrigas hinchadas por el hambre de los niños de Biafra y, la verdad, es difícil sentir odio ante esas imágenes. Pero me revientan aquellos que continuamente ven racismo y xenofobia cuando en la historia interviene alguna persona de diferente raza, pensamiento o religión.
Hace bastantes años, cuando aún no era habitual ver por estos pagos mujeres con el pañuelo en la cabeza, fui testigo de un suceso intrascendente pero que refleja con bastante exactitud lo que trato de explicar. Todavía imperaba la costumbre, hoy ancestral, de formar una pequeña cola ante la ventanilla de las cajas de ahorro cada vez que uno se acercaba a su sucursal a realizar cualquier trámite. Aquel día había afluencia de personal y, entre los que aguardábamos turno, había una señora con la cabeza cubierta. Mientras tanto, un crío de cuatro o cinco años, de tez morena y cabello rizado, corría entre los que formábamos la fila y acababa tirándose en picado sobre una butaquita de las destinadas a los clientes que esperaban hacer trámites de mayor enjundia. Delante de mí, una señora mayor estuvo en un tris de irse al suelo después de sufrir un empujón del niño del cabello rizado. Enfadada, lo llamó maleducado.
- Señora –le contestó la mujer del pañuelo en la cabeza con un español más que aceptable-, ¿no ve que es un niño?
- Ya lo veo; lo he llamado maleducado a él aunque, en realidad, la maleducada es usted.
- Lo que pasa es que usted es racista.
Hasta ahí, todo entra en la normalidad; es cuestión de interpretaciones. Lo que me sentó como un puntapié en la espinilla es que otra señora, que también guardaba turno, abandonó la fina, cogió en brazos al niño y le soltó un par de besos, lo dejó en el suelo y volvió a recuperar su puesto. Quizá pretendió demostrar a la señora del pañuelo que no todos los catalanes somos racistas.
Dentro de la misma filosofía entra el tratamiento que la prensa dio a los sucesos del año 2000 alrededor de los invernaderos de Almería. Aquel año, aquí, en Barcelona, el chiste de moda era el de aquel magrebí que llega a poner gasolina y al descolgar la manguera oye una voz que le dice:
- Usted ha’legío…
- Al l'Ejío va a ir tu puta madre –contesta el moro-.
Por aquellas fechas empezaba a estar harto de que todo el mundo me preguntase lo mismo.
- ¿Qué le pasa a tus medio paisanos?
Hasta que un día salté.
- Chico, no lo sé pero me han dejado atónito.
- Sí, porque por lo que tú cuentas los agricultores son gente pacífica.
- No, no es eso –respondí con retintín-, lo que me sorprende es que 200 tíos con palos vayan corriendo detrás de los moros y resulte que ni siquiera hay heridos.
- ¡Jo! Mira que eres bestia.
La guinda la puso el corresponsal del Mundo del Siglo XXI (me parece recordar):
- “Un grupo de unos 200 vecinos, armados de palos, persiguió a los magrebíes hasta la Loma de la Mezquita, donde, por cierto, ya no hay mezquita”.
¡A ver, imbécil! En la Loma de la Mezquita ya no hay mezquita ni la ha habido nunca; por lo menos desde que Boabdil embarcó en Adra camino del exilio.
Lo cierto es que cuando uno trata de no dejarse arrastrar por la moda, suele caer en el defecto contrario. Así, es posible, que yo parezca más racista de lo que en realidad soy.
Mi amigo, el marroquí de los mecheros, sigue visitándose a pesar de que sabe que no le voy a comprar ninguno; ya ni siquiera intenta venderme: se para, lee el titular de Marca o AS y despotrica del Barça.
- Lo que no sé –le digo- es por qué no te vas a vivir a Madrid.
- No, amigo –me responde-; allí la venta está más difícil.
Y sigue su ruta.
No hace mucho, mientras aparcaba el Ferrari, lo vi conversando con unos clientes de Superwaiter que “tomaban el sol” en la terraza. De pronto, se levantó y empezó a gritar:
- ¡Rasista, hijo de puta (esto lo decía clarito), te voy a cortar pescuezo! –y se pasaba el dedo por el gaznate-.
Vi que el Súper también se levantaba y, sin perder la compostura, le decía algo. El marroquí se lanzó contra él y se paró a un par de pasos.
- ¡Rasista, hijo de puta, te voy a cortar pescuezo!
El Súper manoteaba con parsimonia y el otro se fue alejando mientras repetía la misma cantinela.
Cuando acabé de aparcar, me acerqué al grupo.
- ¿Qué te pasaba con ése, Súper?
- Nada, que le ha ofrecido mecheros a estos y les he dicho que no compren porque a la segunda ya no funcionan.
- Al ver que te levantabas pensé que ibas a darle.
- No, tú sabes que soy pacífico.
- Y racista.
- ¿Por qué lo dices?
- Porque a un blanco no le admites que te diga hijoputa.
- Tal vez tengas razón.
No odio a los negros. Siempre recuerdo las caras atrayentes y simpáticas de los negritos que salían en las hojas del Domund o las barrigas hinchadas por el hambre de los niños de Biafra y, la verdad, es difícil sentir odio ante esas imágenes. Pero me revientan aquellos que continuamente ven racismo y xenofobia cuando en la historia interviene alguna persona de diferente raza, pensamiento o religión.
Hace bastantes años, cuando aún no era habitual ver por estos pagos mujeres con el pañuelo en la cabeza, fui testigo de un suceso intrascendente pero que refleja con bastante exactitud lo que trato de explicar. Todavía imperaba la costumbre, hoy ancestral, de formar una pequeña cola ante la ventanilla de las cajas de ahorro cada vez que uno se acercaba a su sucursal a realizar cualquier trámite. Aquel día había afluencia de personal y, entre los que aguardábamos turno, había una señora con la cabeza cubierta. Mientras tanto, un crío de cuatro o cinco años, de tez morena y cabello rizado, corría entre los que formábamos la fila y acababa tirándose en picado sobre una butaquita de las destinadas a los clientes que esperaban hacer trámites de mayor enjundia. Delante de mí, una señora mayor estuvo en un tris de irse al suelo después de sufrir un empujón del niño del cabello rizado. Enfadada, lo llamó maleducado.
- Señora –le contestó la mujer del pañuelo en la cabeza con un español más que aceptable-, ¿no ve que es un niño?
- Ya lo veo; lo he llamado maleducado a él aunque, en realidad, la maleducada es usted.
- Lo que pasa es que usted es racista.
Hasta ahí, todo entra en la normalidad; es cuestión de interpretaciones. Lo que me sentó como un puntapié en la espinilla es que otra señora, que también guardaba turno, abandonó la fina, cogió en brazos al niño y le soltó un par de besos, lo dejó en el suelo y volvió a recuperar su puesto. Quizá pretendió demostrar a la señora del pañuelo que no todos los catalanes somos racistas.
Dentro de la misma filosofía entra el tratamiento que la prensa dio a los sucesos del año 2000 alrededor de los invernaderos de Almería. Aquel año, aquí, en Barcelona, el chiste de moda era el de aquel magrebí que llega a poner gasolina y al descolgar la manguera oye una voz que le dice:
- Usted ha’legío…
- Al l'Ejío va a ir tu puta madre –contesta el moro-.
Por aquellas fechas empezaba a estar harto de que todo el mundo me preguntase lo mismo.
- ¿Qué le pasa a tus medio paisanos?
Hasta que un día salté.
- Chico, no lo sé pero me han dejado atónito.
- Sí, porque por lo que tú cuentas los agricultores son gente pacífica.
- No, no es eso –respondí con retintín-, lo que me sorprende es que 200 tíos con palos vayan corriendo detrás de los moros y resulte que ni siquiera hay heridos.
- ¡Jo! Mira que eres bestia.
La guinda la puso el corresponsal del Mundo del Siglo XXI (me parece recordar):
- “Un grupo de unos 200 vecinos, armados de palos, persiguió a los magrebíes hasta la Loma de la Mezquita, donde, por cierto, ya no hay mezquita”.
¡A ver, imbécil! En la Loma de la Mezquita ya no hay mezquita ni la ha habido nunca; por lo menos desde que Boabdil embarcó en Adra camino del exilio.
Lo cierto es que cuando uno trata de no dejarse arrastrar por la moda, suele caer en el defecto contrario. Así, es posible, que yo parezca más racista de lo que en realidad soy.
Mi amigo, el marroquí de los mecheros, sigue visitándose a pesar de que sabe que no le voy a comprar ninguno; ya ni siquiera intenta venderme: se para, lee el titular de Marca o AS y despotrica del Barça.
- Lo que no sé –le digo- es por qué no te vas a vivir a Madrid.
- No, amigo –me responde-; allí la venta está más difícil.
Y sigue su ruta.
No hace mucho, mientras aparcaba el Ferrari, lo vi conversando con unos clientes de Superwaiter que “tomaban el sol” en la terraza. De pronto, se levantó y empezó a gritar:
- ¡Rasista, hijo de puta (esto lo decía clarito), te voy a cortar pescuezo! –y se pasaba el dedo por el gaznate-.
Vi que el Súper también se levantaba y, sin perder la compostura, le decía algo. El marroquí se lanzó contra él y se paró a un par de pasos.
- ¡Rasista, hijo de puta, te voy a cortar pescuezo!
El Súper manoteaba con parsimonia y el otro se fue alejando mientras repetía la misma cantinela.
Cuando acabé de aparcar, me acerqué al grupo.
- ¿Qué te pasaba con ése, Súper?
- Nada, que le ha ofrecido mecheros a estos y les he dicho que no compren porque a la segunda ya no funcionan.
- Al ver que te levantabas pensé que ibas a darle.
- No, tú sabes que soy pacífico.
- Y racista.
- ¿Por qué lo dices?
- Porque a un blanco no le admites que te diga hijoputa.
- Tal vez tengas razón.
5 Comments:
Muy bueno, lo mismo ocurre con el sector femenino. La mayor discriminación es la de conceder privilegios en función de raza, sexo, ideología religiosa, política... o cualquier otra diferencia.
Un análisis muy certero, quiosquero. Se llega a un paroxismo a través de las comeduras de tarro mediáticas que resulta increíble. Y ya no hablo de valores ni contravalores, otro tema, sino de la manipulación de la realidad y el raciocinio, algo que nos ha costado tanto adquirir a través de los siglos. Parece que ya no sepamos aplicar ni a Aristóteles ni a Déscartes, por poner un par de ejemplos. Parecemos monos de feria que tiran piedras a su propio tejado, el tejado de la casa de SU cultura. Y nuestra cultura es, entre otras cosas, igualitaria moralmente y racional, aunque muy mejorable en la práctica. ¿Tan gregarios somos también para que nos coaccionen las opiniones de moda que lanzan los medios y los políticos? ¿Nos hemos quedado en la adolescencia intelectual de la revolución industrial? Me recuerda esto a los esperpentos de Valle-Inclán y sus espejos cóncavos. A ver si, a estas alturas del “Imperio”, vamos a ser silenciosamente colonizados. Muy, muy interesante el tema. Un abrazo.
Bandolera, me da como que tú y yo vamos a tener que sentarnos un día para hablar de teatro. La segunda vez que me subí a un escenario fue para representar Farsa y Licencia de la Reina Castiza de Valle Inclán.
Buen fin de semana.
¿Que TÚ te has subido a un teatro??? ¿Y más de una veeeez??? ¡Jajajaja! ¡Qué bueno!!! Dime por favor que hay peli...
Lo siento, no hay peli. Pero un amigo mío, un tal Amenábar, me habló un día...
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