lunes, abril 17, 2006

Marina

Marina Press es la empresa que distribuye la mayoría de los diarios -Vanguardia, País, Mundo de Catalunya, Avui, Mundo Deportivo, As, Marca, Expansión…-, la que semanalmente nos remite una factura cercana a los 2000 € de importe y de 15 a 20 hojas de extensión. Vamos, que cada vez que ves la facturita, normalmente el lunes, se te ponen los pelos de punta. Intentando cuadrar tamaño tocho me he sorprendido muchas veces tarareando aquella canción que hizo furor a final de los cincuenta y que decía “Marina, Marina, Marina, contigo me quiero casar” (líbreme Dios).

Fue en la boda de mi prima la primera vez que oí la canción. Fue también la primera vez que vi un conjunto musical. Lo formaban cuatro chicos todos vestidos igual: Chaqueta roja, pantalón negro, camisa blanca y una corbata chillona similar a la utilizada años después por cierto presentador de telediarios. Tocaban detrás de una especie de biombo que les servía de atril. Yo entonces sabía que la música se tocaba pero no tenía ni idea de que se escribiese y, además, con garabatos. Lo cierto es que daba gusto ver a los chavales. El de la batería era un virguero; iniciaba un redoble, lanzaba los palillos al aire dando vueltas y cuando caían los cazaba al vuelo y continuaba el redoble. El conjunto lo completaban un saxofón, un clarinete y una trompeta. Y a los lados del “escenario” había dos mamotretos negros que los más espabilados me dijeron que eran altavoces. Tocaban y se movían al unísono siguiendo el ritmo de la música: un pasito para atrás, un pasito para adelante, giro del tronco a la izquierda, giro del tronco a la derecha y remataban doblando el torso hacia atrás con los pitos apuntando al techo. Menos el del saxofón que como tenía el pito torcido no se sabía bien hacia donde apuntaba. Fue un espectáculo que me causó impresión.

Hasta entonces, en mi pueblo siempre había habido baile los domingos y fiestas de guardar. Lo organizaban los hijos del Benerito: el Paye, el Piché y el Juncia. Al principio la orquesta se reducía a un acordeón que tocaba, cómo no, el Niño del Acordeón. Recuerdo que le faltaba el dedo corazón de una de las manos, que de tener la mano completa hubiera sido mejor que Chopán. Luego lo sustituyó Valeriano. Valeriano tenía dos cosas dignas de mención. Una era que, después de soplarse diez copas de coñac, continuara sacando música de su acordeón. La otra es que, cuando ya estaba tajado, ponía los labios de tal manera que parecía el pato de Mari Carmen diciendo “Anda yaaa”. Con el paso del tiempo a la orquesta se le añadió un tambor que manejaba el Parralero. Aquello no era un tambor, era la banda entera. Con el pie izquierdo controlaba los platillos, con el derecho hacía sonar el bombo y, para completar, quedaba un platillo flotante y una especie de taco de madera que sonaba como los cascos de los caballos.
A mí me gustaba ponerme al lado de la orquesta y oía las conversaciones entre Valeriano y el Parralero.
- Ahora vamos a tocar…. –decía Valeriano.
- ¿Y esa cuál es?
- Sí, hombre. La que yo toco: Lalán, lan, la, lalán, lan, la, lalán lanlala, lalalán, lanlá.
- ¿Y yo qué hago?
- ¿Tú? Tata, pon, tata, pon.
Y se arrancaban.
Por último la orquesta quedó completada con un clarinete que tocaba Juanico el del Pito.

Pero lo mejor de aquellos bailes era el ambigú.
Las fiestas se celebraban en el Puesto de Rosendo. El Puesto de Rosendo era un salón de tres naves. Las naves laterales servían de pistas de baile. Las parejas no bailaban en un ladrillo sino que daban vueltas a la pista en sentido contrario a las agujas de un reloj mientras las mamás y abuelas permanecían sentadas discutiendo en voz baja si tal o cual mozo le convenía a la niña. Al fondo de la nave central se montaba un entarimado donde se colocaba la orquesta y, delante de la orquesta, el ambigú.
El ambigú era una mesilla de 90x70. En la parte de atrás había roscos de anís y vino, bizcochos, soplillos y yemas; por si había que invitar a alguna moza. En la parte de delante, desde el punto de vista del cliente, a la derecha, una botella de coñac y a la izquierda, una de anís el mono. Y dos copas: una para el anís y otra para el coñac. En los descansos, los mozos se alineaban en dos filas: la del anís y la del coñac. Cuando el mozo alcanzaba su objetivo, le llenaban la copa y se la bebía de un trago, que el mozo siguiente estaba seco.
- ¿Todos en la misma copa?
- No, todos no. Los del anís en una y los del coñac en otra.
- ¿Por lo menos habría un cubo de agua para enjuagarlas?
¡Hay que joderse! ¿Acaso no es el alcohol el mejor desinfectante?

Marina y Marina. Dos palabras iguales que provocan sentimientos tan diferentes. Cuando oyes una te dan ganas de llorar. Cuando oyes la otra te ríes. Y dicen que reír es bueno porque se liberan endorfinas. En mis tiempos de estudiante muchos de mis compañeros tomaban centramina para aprovechar mejor el esfuerzo. Yo siempre estudié a pelo. Nunca he esnifado coca, ni siquiera me he fumado un porro y ya soy mayor para empezar. Pero mientras pueda me seguiré drogando con endorfinas.