Gayumbos a la gallega
Estamos en plena canícula y, dentro de esta lata de sardinas que es el quiosco, el calor aprieta. A la una de la tarde el sol empieza a dar por retaguardia y cuando llegan las cuatro esto parece una sauna. El pequeño ventilador de que disponemos (uno más potente haría volar los papeles) se limita a marear el aire recalentado y no vale ni para secarnos el sudor.
Debo estar mal hecho porque mis cejas no son capaces de sujetar la cascada que me mana de la frente y el sudor acaba por entrarme en los ojos. Marina Press ha traído unas “diademas” y las he agotado. Las compré todas y, parece que con la frente recogida, aguanto mejor el calor; al menos el sudor no me entra en los ojos. Lo malo es el día que me toca la diadema blanca. Los clientes me preguntan si me he dado un coscorrón.
Esta mañana, serían algo más de las doce, ha pasado la Gallega. Iba embalada.
- Mujer, ¿a dónde va con la que cae?
- ¡Ay, hijo! –me dice sin acercarse-. Mañana operan al Miguel. Estaba preparándole el petate y no tiene ni unos calzoncillos en condiciones. Así que voy a Glorias a comprarle unos cuantos. No muchos. Por si palma. Y el tío me da cinco euros y le digo “¿Y que te voy a comprar con esto, porque digo yo que te gustará llevar toda la familia junta o es que quieres ir con un güevo colgando? Hasta luego, jefe.
Y pone la directa.
Suerte, Miguel.
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