lunes, junio 12, 2006

La cadena

Hay muchas cosas en Can Superwaiter que me gustan. Sobre todas ellas destaca el lavabo. Es un cubículo rectángulo-pentagonal de 1,20 m. de largo por 70 cm. de ancho. En la esquina que forman los lados que cierran el pentágono está el retrete. Me pregunto a veces cómo se las arreglarán los de culo gordo para sacarlo de tamaña estrechura. Yo, que meo de pie y soy un poco ancho de espaldas, tengo que salir marcha atrás por ser incapaz de darme la vuelta. Menos mal que sólo me toca ir dos veces al día porque funciono como los zumos en tetrabric: a base de concentrado pero sin añadir agua.
Lo que mola es la cadena. Cisterna a 2 m. del suelo, tubo de plomo con más bollos que un coche que haya corrido las 500 millas de Indianápolis y cuerdecilla, guita o tomisa para abrir la compuerta. Se da un tironcito y el agua se precipita cogiendo tal velocidad que apenas deja rastros del chocolate pegado en la taza.

Los retretes modernos son una gilipollez. En el mejor de los casos se ha de tirar de una palanquita o apretar un botoncito que hay encima de la mochila. Pero empieza a imperar el interruptor. Empotrado en la pared como los de corriente eléctrica. Al pulsarlo da la sensación de que lo que se quiere hacer es apagar el culo. Y la mochila… Impide que uno se ponga cómodo, retrepado, mientras hace la faena.

Lo más hilarante que he visto fue un retrete en Praga. Entramos a tomar un refrigerio y ya que hacíamos el gasto, aprovechamos para cambiar el agua al canario. Cómo nos vería la vigilante de los lavabos que nos mandó a Quiosquera y a mí al retrete de minusválidos. Parecía un salón de baile de los que enseñan a los turistas en Viena para darle una lección de vals. El problema vino cuando acabamos de cambiar el agua. No había cadena. No había ni tirador ni mochila. Buscamos el interruptor y tampoco lo encontramos. Al fin, bastante lejos de la taza, observé un interruptor del tamaño de una baldosa con un enorme letrero debajo: SPACHOBALLO.
- Parecemos tontos –dije a Quiosquera-. Está clarísimo: “Es pa chobal-lo. Chóbalo, chóbalo”
Y Quiosquera lo chobó. Al instante un torrente de agua inundó la taza y la dejó más limpia que una patena. ¡Estos checos!

Pero me he desviado de la cuestión. Quería hablar de la cadena. Cuando yo era pequeño en mi pueblo no conocíamos el retrete. He contado alguna vez que a los niños se nos enseñaba a mear contra la pared y a favor de viento. Pero las mujeres lo tenían más negro. Y si había que hacer aguas mayores… Los “potentados”, que tenían corral, cuadra o zahúrda, no tenían problema. Pero los menos afortunados o cualquiera que tuviera un retortijón lejos de su casa tenía que recurrir a un cañaveral. Entonces no había televisión que si no, es probable que hubiera aparecido un anuncio con un niño plantado delante del cañaveral frente a un letrero que dijese: ¡DANGER, MIERDAS, NO TRESPASSING!”. Porque era un milagro penetrar entre las cañas y no pisar un par de catalinas. Y el papel… De triple capa. Pedrusco, restregón y a correr.

La primera vez que vi una cisterna fue en casa de Manuel el Cerreño. Manuel, harto de doblar la raspa labrando la tierra, se mudó a la capital (de la provincia) y puso una pensión. Los de mi pueblo y alrededores solían pernoctar allí cuando viajaban. El retrete era eso, un retrete. Al lado había un grifo y un cubo que utilizábamos para dejar la taza medio decente. En uno de los viajes, tendría yo sobre los cuatro años, Manuel quiso enseñar a mi madre los últimos inventos de la capital. Nos llamó a mi madre y a mí y nos mostró el retrete. Todo estaba igual, salvo que no había cubo.
- Bonico –me dijo Manuel-, echa una meadilla.
Me saqué la gurrina por el pernil del pantalón y meé. Entonces, el Cerreño mostró el invento. Agarró una cadena que colgaba de un artilugio enganchado a la pared y tiró de ella. Oímos un ruido como el que se produce al sacar el tapón de una alberca y pudimos observar como el agua eliminaba todo vestigio de mi meada. Pero eso no fue todo. Manuel volvió a agarrar la cadena y, en tono un tanto pedante, nos dijo:
- Y si ahora volvemos a tirar de la cadena no pasa nada.
En efecto, tiró de la cadena, oímos el ruido del mecanismo y no cayó ni una gota de agua.

Eso fue todo. A mí el invento no me pareció mal pero, por más vueltas que le daba, no atiné a deducir cómo aquel aparato sabía cuando yo meaba y cuando no.

2 Comments:

At 13/6/06 17:06, Anonymous Anónimo said...

no sé se me vas a entender, pero cuando era chica, en los pueblos más afastados de la ciudad, habian retretes en el suelo, con dos marcas nel piso de cemento asignalando el local donde se ponian los pies. Y un buraco (orificio) en nel suelo, adelante destas marcas de pies. Mear, por aquel tiempo, era todo un ejercicio de equilibrio..:)

 
At 13/6/06 20:08, Blogger Quiosquero said...

Creo que soy bastante más viejo que tú o de un pueblo menos adelantado. Lo del bujero en el suelo, en mi pueblo vino mucho después. Tenía su gracia ver si atinabas o no.
Y se te endiende perfectamente.
Saludos.

 

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