Ayer y hoy
Nací
en un palacete de las afueras de la ciudad, en los últimos años de las cartillas
de racionamiento. Mi casa se componía de cocina-comedor, sala de estar, alcoba
y despensa o cuarto de las morcillas, que era como la llamábamos nosotros. La
sala de estar servía además como despacho de mi padre, cuarto de costura y
plancha, y sala de música (teníamos un arradio). En total la casa tendría unos
30 o 35 m2 habitables. Además, había un almacén que a mí me parecía
enorme; allí había tenido mi abuelo la tienda y mis padres lo utilizaban como almacén
para el guano.
La
cocina hacía juego con el resto de la casa: a la izquierda estaban el rincón y
la bazareta; a la derecha, las cantareras y, al frente, una puertecita
comunicaba con el corral de las gallinas de mi abuela. En medio había una
mesita y cuatro sillas, cada una de su padre y de su madre (todavía no acierto
a explicarme cómo nos podíamos arreglar para comer allí); cada uno de los
miembros de la familia tenía asignada cuchara propia (los tenedores eran de
libre uso, toda vez que sólo se utilizaban para comer papas fritas; el pescado
y las tajás se cogían con los dedos) y la cubertería se completaba con la faca
para cortar el pan. Las migas se comían directamente de la sartén; en mi casa
se utilizaban platos individuales para el cocido y los potajes. Para limpiarse las
manos se usaba una roílla. Y, cuando había vino, se servía en porrón, al que mi
padre esmochaba el pitorro porque el chorro era muy fino y caía poco.
Debía
ser una de las pocas veces que no comíamos migas a medio día (estoy seguro de
ello, ya que las migas no manchan los morros), cuando mi padre observó que yo tenía
los labios manchados.
- Límpiate la boca -me dijo-.
Ni
corto ni perezoso, cogí la roílla, abrí la boca y empecé la limpiármela por
dentro.
- ¡Así no, hombre! ¡Se limpian los labios por fuera!
No es
que yo lo hubiera entendido mal, es que mi padre no hablaba claro. Una cosa
muy distinta es que me hubiera dicho:
- ¡Límpiate el hocico! -entonces sí que lo hubiera entendido-.
Estas
cosas pasaban porque éramos muy palurdos y a los niños nos costaba aprender
vocabulario. Los niños actuales son más espabilados y, parece ser, dominan
mejor el lenguaje. Mi nieto pequeño acaba de cumplir 15 meses y ya sabe más de
lo que sabía yo cuando le doblaba la edad. Cuando su madre le dice “límpiate la boca”, el mocoso coge la
servilleta, la pone frente a su cara y mueve la cabeza de un lado a otro; como
si dijera “NO” muchas veces. El tío
sabe qué es la boca y para qué se utiliza la servilleta.
Lo
que no sabe, y tal vez no sepa nunca, es qué es una roílla.
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