Etapas de transición
El martes es tradicionalmente el peor día de la semana en mi quiosco. Es como una de las etapas en llano del Tour de Francia, que sólo sirven para el descanso de los favoritos y para que los esprínteres se luzcan. Supongo que los varones ya se han fundido la semanada comprando los diarios deportivos de ayer, y las mujeres se reservan para las revistas que verán la luz mañana. Pero una cosa es ser martes y otra, muy distinta, que, precisamente éste, coincida con la crisis y con San Fermín que, a buen seguro, estará en Pamplona celebrando los sanfermines. Vamos, hasta el tío de los chicles, al que no le tocaba visitarme porque vino el lunes, se ha pasado a verme para que yo pudiese ir a echar una meadilla. Un martes, en fin, que me ha permitido tres meadas y limpiar las cajas de revistas por empaquetar porque, por no haber, no había ni género en proceso de devolución. A mediodía estaba todo el pescado vendido; digo mal: estaba casi todo el pescado por vender y las isobaras no indicaban un cambio de tendencia.
En tales circunstancias hay que echarle imaginación para no acabar conversando con los Gormitti y no me queda más salida que tirarle de la lengua a los pocos clientes a quienes da pena verme tan solitario y se acercan por tabaco o a echar un euro a la loto; vamos, a lo que nos deja buenos dividendos.
No sé si he contado que, no ha mucho, el Ferrari me dejó tirado. Desde que lo compré, me daba problemas de batería, es decir, que, en cuanto pasaba un fin de semana sin arrancar, se le moría el cátodo; o el ánodo, según la acera desde donde se mirase. En el taller acabaron poniéndole un desconectador de batería (un pequeño interruptor) y el problema se acabó; aparentemente y durante un tiempo. Vine a insuflar ánimos a Salva y tuve que irme andando. Al parecer (RACC dixit), el interruptor era de aparatito electrónico y se había estropeado. Ahora se ha convertido en un pulsador y si se me vuelve a romper pediré que me instalen un conmutador de pellizco, uno de aquellos que se clavaban en la pared y había que darle media vuelta para encender la perilla del comedor.
Lo dicho; volví a casa caminando. Llegaba al portal cuando me tropecé con una de mis clientas más antiguas y perseverantes.
- Estoy leyendo el libro del quiosquero y lo encuentro muy divertido –me dijo-.
Ambos íbamos con prisa y acortamos la conversación pero el martes… Había que hacer algo para no aburrirse y cuando pasó mi amiga lectora la abordé.
- ¿Qué, ya se ha acabado el libro?
- Calle, calle; el otro día comentaba con la señora del estanco alguna de las aventuras que usted cuenta y nos reímos mucho. Me dijo que allí pasan cosas parecidas y que ella también podía escribir un libro.
Me vino a la memoria la escena en la que Patton mira a través de los gemelos las maniobras de los tanques de Rommel y masculla:
- ¡Hijo de perra, he leído tu libro…!
Claro que la estanquera y yo no somos enemigos. Yo soy un colaborador a quien la estanquera trata como un cliente. ¡Igualito que las distribuidoras!
- ¡Oiga! ¿Por dónde cae el metro de Yirona?
- Primera a la derecha, siguiente esquina.
- ¿Por dónde? ¿Por aquí? –hace aspavientos con el brazo manoteando hacia la derecha.
- Derecha hasta la esquina.
- Por aquí, ¿no?
- Tire usted por donde quiera. Si no se baja de la acera, llega seguro.
No hay nada como saber expresarse con claridad. La señora giró a la derecha y estoy convencido que llegó sin problemas a su destino.
El teléfono móvil es un gran invento; permite mantener una conversación a distancia, leer los titulares de los periódicos y, con la mano que queda libre, dar al quiosquero las instrucciones pertinentes. Lo cierto es que tanta capacidad productiva me da cierta pena; no me han gustado nunca los ordenadores multipuesto y multitarea.
Tenía delante a un señor, aparato pegado a la oreja, que daba instrucciones sobre determinado expediente. Me pidió por señas un Camel y, mientras me volvía a buscarlo, aprovechó para leer los titulares de La Vanguardia.
- Tres treinta.
Mano al bolsillo. Sacó un monedero que depositó sobre Interviú y empezó a sacar monedas. Servidor, como Don Tancredo, con el paquete en la mano. Ciertas monedas se resistían a salir pero el buen hombre no perdió la calma en ningún momento. En circunstancias parecidas, el público se agolpa y colapsa la acera, pero era martes… Finalmente comprobó que no llevaba bastante calderilla y, con parsimonia, fue devolviéndola al monedero. Con las mismas echó mano a la cartera y me dio un billete de 5 euros. Se quedó con el brazo tieso y la palma de la mano mirando al cielo. La espera me había entumecido los músculos y el cerebro; me arrastré hasta el dispensador de monedas y, entre otras, agarré un puñado de 5 cts.; las fui depositando una a una sobre Interviú mientras mi cliente permanecía con el brazo en estanbay. Y cuando me pareció suficiente, dije “No, hombre, no”, y me puse a recoger monedas. Del fondo de mi palma cogí una moneda de euro, una de 50 cts. y otra de 20, que deposité amablemente en la mano extendida del cliente. No oí cómo le crujía el codo al cambiar de postura.
P.D. Desde que estoy en el quiosco me han solicitado muchas cosas raras pero hasta hoy nunca me pidieron “chupachules”.
En tales circunstancias hay que echarle imaginación para no acabar conversando con los Gormitti y no me queda más salida que tirarle de la lengua a los pocos clientes a quienes da pena verme tan solitario y se acercan por tabaco o a echar un euro a la loto; vamos, a lo que nos deja buenos dividendos.
No sé si he contado que, no ha mucho, el Ferrari me dejó tirado. Desde que lo compré, me daba problemas de batería, es decir, que, en cuanto pasaba un fin de semana sin arrancar, se le moría el cátodo; o el ánodo, según la acera desde donde se mirase. En el taller acabaron poniéndole un desconectador de batería (un pequeño interruptor) y el problema se acabó; aparentemente y durante un tiempo. Vine a insuflar ánimos a Salva y tuve que irme andando. Al parecer (RACC dixit), el interruptor era de aparatito electrónico y se había estropeado. Ahora se ha convertido en un pulsador y si se me vuelve a romper pediré que me instalen un conmutador de pellizco, uno de aquellos que se clavaban en la pared y había que darle media vuelta para encender la perilla del comedor.
Lo dicho; volví a casa caminando. Llegaba al portal cuando me tropecé con una de mis clientas más antiguas y perseverantes.
- Estoy leyendo el libro del quiosquero y lo encuentro muy divertido –me dijo-.
Ambos íbamos con prisa y acortamos la conversación pero el martes… Había que hacer algo para no aburrirse y cuando pasó mi amiga lectora la abordé.
- ¿Qué, ya se ha acabado el libro?
- Calle, calle; el otro día comentaba con la señora del estanco alguna de las aventuras que usted cuenta y nos reímos mucho. Me dijo que allí pasan cosas parecidas y que ella también podía escribir un libro.
Me vino a la memoria la escena en la que Patton mira a través de los gemelos las maniobras de los tanques de Rommel y masculla:
- ¡Hijo de perra, he leído tu libro…!
Claro que la estanquera y yo no somos enemigos. Yo soy un colaborador a quien la estanquera trata como un cliente. ¡Igualito que las distribuidoras!
- ¡Oiga! ¿Por dónde cae el metro de Yirona?
- Primera a la derecha, siguiente esquina.
- ¿Por dónde? ¿Por aquí? –hace aspavientos con el brazo manoteando hacia la derecha.
- Derecha hasta la esquina.
- Por aquí, ¿no?
- Tire usted por donde quiera. Si no se baja de la acera, llega seguro.
No hay nada como saber expresarse con claridad. La señora giró a la derecha y estoy convencido que llegó sin problemas a su destino.
El teléfono móvil es un gran invento; permite mantener una conversación a distancia, leer los titulares de los periódicos y, con la mano que queda libre, dar al quiosquero las instrucciones pertinentes. Lo cierto es que tanta capacidad productiva me da cierta pena; no me han gustado nunca los ordenadores multipuesto y multitarea.
Tenía delante a un señor, aparato pegado a la oreja, que daba instrucciones sobre determinado expediente. Me pidió por señas un Camel y, mientras me volvía a buscarlo, aprovechó para leer los titulares de La Vanguardia.
- Tres treinta.
Mano al bolsillo. Sacó un monedero que depositó sobre Interviú y empezó a sacar monedas. Servidor, como Don Tancredo, con el paquete en la mano. Ciertas monedas se resistían a salir pero el buen hombre no perdió la calma en ningún momento. En circunstancias parecidas, el público se agolpa y colapsa la acera, pero era martes… Finalmente comprobó que no llevaba bastante calderilla y, con parsimonia, fue devolviéndola al monedero. Con las mismas echó mano a la cartera y me dio un billete de 5 euros. Se quedó con el brazo tieso y la palma de la mano mirando al cielo. La espera me había entumecido los músculos y el cerebro; me arrastré hasta el dispensador de monedas y, entre otras, agarré un puñado de 5 cts.; las fui depositando una a una sobre Interviú mientras mi cliente permanecía con el brazo en estanbay. Y cuando me pareció suficiente, dije “No, hombre, no”, y me puse a recoger monedas. Del fondo de mi palma cogí una moneda de euro, una de 50 cts. y otra de 20, que deposité amablemente en la mano extendida del cliente. No oí cómo le crujía el codo al cambiar de postura.
P.D. Desde que estoy en el quiosco me han solicitado muchas cosas raras pero hasta hoy nunca me pidieron “chupachules”.
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