Increíble pero cierto
Anoche conversaba con
mi primo Manolo vía guasap y rememorábamos como funcionaba el lavado de la ropa
sucia en el colegio donde estábamos internados. Recuerdo que eran las monjas
del vecino Monasterio de la Purísima Concepción quienes nos hacían la colada; eran monjas de aquellas que
viven enclaustradas y no reciben más visitas que la de su confesor. Nosotros las llamábamos "las puras". Bonillo, que era el encargado de repartir la
ropa cuando volvía limpia del convento, nos regañaba si echábamos demasiadas
prendas a lavar; no era el caso de la mayoría, expertos en ahorrar agua y
jabón. Recuerdo que, por lo general, yo mandaba semanalmente al “tinte” una
camisa, una camiseta, unos calzoncillos, la camisa blanca de los domingos y
unos calcetines; alternativamente se añadían los pantalones, el pijama y el
guardapolvo. Supongo que la toalla la cambiábamos cada semana y que, si los
calcetines o los calzoncillos olían en exceso en medio de semana, también irían a parar a la
bolsa.
Lo de la camisa de los
domingos es digno de mención. En la década (¿prodigiosa?) de los sesenta,
Suybalen (“Suybalén, Suybalén, Suybalén, la camisa que a todos sienta bien”,
decía el anuncio televisivo) conocía a la perfección el funcionamiento de los
internados y con cada camisa regalaba una esponjilla; no es que regalara, la
esponja iba incluida en la caja. Nos poníamos la camisa para salir de paseo el
sábado por la tarde y, aquella noche, enjabonábamos la esponja, restregábamos
el cuello y los puños y la dejábamos lista para usar el domingo. Por la noche
iba a parar a la bolsa de la ropa sucia y así el sábado siguiente iniciábamos
el ciclo. Con una sola camisa, yo por lo menos, echábamos el curso entero.
La higiene corporal
seguía un camino diferente: duchas no había muchas y que funcionaran, menos; estaban
disponibles durante el estudio de las noches de los sábados y domingos, y
siempre se empezaba por los mayores; durante mi primer año en el colegio no me
llegó el turno ni una sola vez; se podía pedir permiso para ducharse durante el recreo de
la tarde, pero entonces te perdías la merienda: o sea, que no. Los lavapiés
(bidet), funcionaban durante el estudio que precedía a la cena y eran de más
fácil acceso. Cuando llegué al colegio, el director me quería echar por
problemas de estética en las filas; eso hizo que el primer mes estudiara más de
lo habitual en mí y las buenas notas mensuales hicieron que pospusieran mi
expulsión del centro. En contrapartida, me vi obligado a mantener el nivel y no
podía perder un minuto de estudio; si a eso le sumamos que lavarme los pies
suponía quitarme el aparato ortopédico y la venda que llevaba para protegerme
el tobillo, se comprenderá (bueno, a lo mejor no) que no me lavase los pies muy
a menudo y que, cuando lo hacía, no me remangase los pantalones en demasía. De
vez en cuando, por la noche, cuando nos íbamos al dormitorio, me remojaba las
rodillas en los lavabos, le daba una capita de jabón, y me arrancaba las
costras con una navajilla “ad hoc”.
¡Que debía oler a
perros muertos! Creo que todos olíamos parecido porque nadie se quejó.
Eso sí, de manos, pescuezo y orejas íbamos impolutos; como los musulmanes cuando van a la
mezquita.
Mi primo Manolo dice que los estudiantes actuales no nos creerían si les contásemos cómo vivíamos los internos. No es esa la cuestión, la cuestión es que es verdad.
1 Comments:
Gracias.
He entrado por buscar tu página de granaino malafollá. Nunca me acuerdo del nombre y la busco en el listado. Me da igual que escribas aquí o allí, pero gracias por hacerlo. Tu vida es un ejemplo de superación.
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