lunes, julio 08, 2019

Increíble pero cierto


Anoche conversaba con mi primo Manolo vía guasap y rememorábamos como funcionaba el lavado de la ropa sucia en el colegio donde estábamos internados. Recuerdo que eran las monjas del vecino Monasterio de la Purísima Concepción quienes nos hacían la colada; eran monjas de aquellas que viven enclaustradas y no reciben más visitas que la de su confesor. Nosotros las llamábamos "las puras". Bonillo, que era el encargado de repartir la ropa cuando volvía limpia del convento, nos regañaba si echábamos demasiadas prendas a lavar; no era el caso de la mayoría, expertos en ahorrar agua y jabón. Recuerdo que, por lo general, yo mandaba semanalmente al “tinte” una camisa, una camiseta, unos calzoncillos, la camisa blanca de los domingos y unos calcetines; alternativamente se añadían los pantalones, el pijama y el guardapolvo. Supongo que la toalla la cambiábamos cada semana y que, si los calcetines o los calzoncillos olían en exceso en medio de semana, también irían a parar a la bolsa.

Lo de la camisa de los domingos es digno de mención. En la década (¿prodigiosa?) de los sesenta, Suybalen (“Suybalén, Suybalén, Suybalén, la camisa que a todos sienta bien”, decía el anuncio televisivo) conocía a la perfección el funcionamiento de los internados y con cada camisa regalaba una esponjilla; no es que regalara, la esponja iba incluida en la caja. Nos poníamos la camisa para salir de paseo el sábado por la tarde y, aquella noche, enjabonábamos la esponja, restregábamos el cuello y los puños y la dejábamos lista para usar el domingo. Por la noche iba a parar a la bolsa de la ropa sucia y así el sábado siguiente iniciábamos el ciclo. Con una sola camisa, yo por lo menos, echábamos el curso entero.

La higiene corporal seguía un camino diferente: duchas no había muchas y que funcionaran, menos; estaban disponibles durante el estudio de las noches de los sábados y domingos, y siempre se empezaba por los mayores; durante mi primer año en el colegio no me llegó el turno ni una sola vez; se podía pedir permiso para ducharse durante el recreo de la tarde, pero entonces te perdías la merienda: o sea, que no. Los lavapiés (bidet), funcionaban durante el estudio que precedía a la cena y eran de más fácil acceso. Cuando llegué al colegio, el director me quería echar por problemas de estética en las filas; eso hizo que el primer mes estudiara más de lo habitual en mí y las buenas notas mensuales hicieron que pospusieran mi expulsión del centro. En contrapartida, me vi obligado a mantener el nivel y no podía perder un minuto de estudio; si a eso le sumamos que lavarme los pies suponía quitarme el aparato ortopédico y la venda que llevaba para protegerme el tobillo, se comprenderá (bueno, a lo mejor no) que no me lavase los pies muy a menudo y que, cuando lo hacía, no me remangase los pantalones en demasía. De vez en cuando, por la noche, cuando nos íbamos al dormitorio, me remojaba las rodillas en los lavabos, le daba una capita de jabón, y me arrancaba las costras con una navajilla “ad hoc”.
¡Que debía oler a perros muertos! Creo que todos olíamos parecido porque nadie se quejó.
Eso sí, de manos, pescuezo y orejas íbamos impolutos; como los musulmanes cuando van a la mezquita.

Mi primo Manolo dice que los estudiantes actuales no nos creerían si les contásemos cómo vivíamos los internos. No es esa la cuestión, la cuestión es que es verdad.

1 Comments:

At 9/9/19 22:14, Blogger José Luis said...

Gracias.
He entrado por buscar tu página de granaino malafollá. Nunca me acuerdo del nombre y la busco en el listado. Me da igual que escribas aquí o allí, pero gracias por hacerlo. Tu vida es un ejemplo de superación.

 

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