Mi Pequeño Saltamontes
Avisó. De hecho, había mandado algún mensaje previo anunciando su intención de ser prematuro. El 26 de agosto (¿o fue el 25?) presentó su tarjeta de visita: mamá Isa empezó con contracciones; en los Camilos la desviaron a San Juan de Dios, probablemente el mejor hospital infantil de Cataluña y parte del extranjero, donde la ubicaron en urgencias. Atacaron por dos flancos: en primer lugar, había que parar la dilatación; en segundo, acelerar la formación de pulmones y cerebro del que quería presentarse al mundo a destiempo. Ambos objetivos parecían “casi” conseguidos y los doctores decidieron el alta de la paciente, siempre que se comprometiera a guardar absoluto reposo hasta la llegada del parto de verdad. Era el 5 de septiembre. Ante la posibilidad de irse a casa y las contracciones lo pillaran lejos del hospital, Ángel se acojonó y se dirigió al túnel de vestuarios. Momentos tensos en los que la vida de la mamá y el niño estuvieron en peligro; cesárea de urgencias y el recién nacido fue a parar a la incubadora. Corría la semana 29 de gestación.
No lo vi hasta bien entrada la
tarde y, como hubiera dicho mi padre, parecía una central de teléfonos con
cables saliéndole por todos lados. Ya me
había dicho dalr que estaba completo, que incluso tenía en la oreja la marca de
los varones de la familia; no lo pude apreciar, me lo impedía la mascarilla del
oxígeno. Lo que me llamó la atención fue un objeto pequeñito abandonado en una
esquina de la incubadora: era un chupete especial (en tamaño) para los
prematuros que a mí me pareció que debía pertenecer a uno de esos muñecos que toman biberón y hacen pipí y caca. También me fijé en un pulpito de
lana que le tocaba el cuerpo, que, según nos dijeron, se lo ponen para que no
echen en falta el roce del cordón umbilical. Dalr me mostró los bracitos y las piernas del crío, largos,
delgados y con arrugas; me dio la sensación de que eran morcillas a medio
llenar.
Han transcurrido 3 meses desde
que se presentaron las contracciones y todos coincidimos en que parece que han
pasado años. El niño se iba haciendo, si bien los médicos opinaban que demasiado lento; tenían razón. Primero apareció una infección en el vientre, que respondía mal al tratamiento y no acababa
de irse; se esperó un tiempo prudencial y se optó por la intervención. La
tripita se le había pegado a no sé qué otro órgano y se estaba perforando;
hubieron de cortarle parte del íleon.
Los cables seguían formando parte
de su cuerpo; la mayoría eran para controlar sus constantes vitales, otros
estaban allí por si fallaba alguna de sus funciones básicas y otros, simplemente, trabajaban por él. Nos
enteramos de que hasta la semana 34 (más o menos) el niño no adquiere el reflejo
de chupar, por lo que la alimentación se le daba mediante una sonda nasogástrica;
también supimos que no iba todo lo bien que se esperaba: no
absorbía todo el alimento necesario, posiblemente por mor del cachito de
intestino que le faltaba. Se le han ido probando distintas combinaciones entre
leche materna, leche artificial y alimentación parenteral, no siempre con resultado positivo.
Poco a poco los cables van desapareciendo,
los brazos y las piernas aparecen rellenos y ya podemos verle la cara sin
artilugios que la oculten. Como tuvo agujas pinchadas en la cabeza, se la tuvieron
que afeitar; le llamo “mi monje tibetano”, my Little Dalai Lama o “pequeño Kung-Fu”.
Cumplido el tiempo de gestación
inicialmente previsto, había alcanzado las dimensiones y el peso para un bebé
que nace un poco pequeño. Ahora sí parece un niño de verdad, aunque todavía le
quedan dificultades que superar; esperamos que la más complicada sea la
operación que le han de hacer para conectarle nuevamente el intestino, y que
pronto lo tendremos en casa.
Hemos aprendido mucho en este
tiempo; hemos aprendido a tener paciencia cuando el cuerpo nos pedía que nos
desesperásemos un poco. Y hemos aprendido a no quejarnos: por mal que a uno le
vayan las cosas, siempre hay alguien a quien le van mucho peor y que pagarían
por estar en tu pellejo. De cualquier forma,
cuando se trata de niños (en San Juan de Dios se dan todos los casos), se le
retuercen a uno las tripas al verlos sufrir.
Ángel no había visto nunca luz
natural, sólo la luz de las bombillas. El día 21 era el día que, según los
primeros cálculos, hubiera nacido y, como premio, las pediatras permitieron que
papá y mamá lo sacaran a pasear. Bien abrigadito le dieron un paseo por los
salones del hospital y salieron al patio para que contemplase Barcelona a sus
pies... y las últimas luces del día, al fondo.
Otra de las cosas que hemos aprendido es que existe el día del niño prematuro: es el 17 de noviembre. En San Juan de Dios lo celebran cada año y, como el 17 cayó en domingo, trasladaron la celebración al día 22: prematuros, ex prematuros, familiares, pediatras y enfermeras; gente de la casa, vamos. Una pediatra nos habló de cómo ha evolucionado el tratamiento de los bebés prematuros; dos jóvenes ex prematuras nos contaron sus experiencias; por último, un papá que aún tenía su hija en la incubadora leyó una simpática carta que había escrito a su hija.
Después, otros padres y otros prematuros nos ofrecieron unas cuantas actuaciones musicales, para terminar con una pequeña juerga en la que participamos todos, incluidos los prematuros, que también tienen derecho a pasarlo bien.
P.D. Mientras esto escribía, los pediatras nos han comunicado que no acaban de encontrar la combinación adecuada para que el niño progrese al ritmo que requiere su edad natal y que ha entrado en una ligera recesión. En consecuencia, los cirujanos han tomado la determinación de adelantar la intervención quirúrgica y empalmar el intestino. Es la prueba del algodón: si el intestino responde, habremos superado el problema más gordo; si no.... seguiremos al pie del cañón.
En cualquier momento pueden decirnos que Ángel ha entrado en el quirófano. A quienes creéis en Dios, en cualquier Dios, os pedimos una oración; a quienes no tenéis creencias religiosas os pedimos la fuerza de vuestro apoyo. Gracias.