lunes, julio 20, 2020

La Bodega


Están diciendo que hoy va a ser el día de más calor del verano; ojalá estén en lo cierto, porque, desde que me levanté esta mañana, tengo el niqui pegado a la espalda, y de los alerones me sube un tufillo que para sí lo quisiera Anna Gabriel.
Me vienen a la memoria los veranos en los que, de pequeño, mi madre me compraba un bañador en la Bodega, me lo ponía, y ése era el uniforme para todo el verano, aparte de la camisa de Tarzán, por supuesto. Imagino que algún lector se extrañará de que me comprasen un bañador en una bodega, y es que la Bodega no era una bodega al uso. La Bodega la montó Paquito el de la Bodega o Paquito el Chico, como también se lo llamaba para distinguirlo de Paco Navas (Paquito el Grande), que trabajaba de empleado y era ostensiblemente más alto. No sé si empezó vendiendo vinos o qué; hasta donde alcanzan mis recuerdos, en la Bodega se vendía vino, coñá, aguardiente y otras cosas de emborrachar. Y se vendía bacalao seco, arencas, aceite, harina, hilo, agujas, perfumes, regalos de reyes… Vamos, todas esas cosas que uno espera encontrar en un Store de un poblado del Oeste. Con el progreso entró en el negocio de los aparatos eléctricos y también vendió frigoríficos, lavadoras y demás artilugios modernos, que no entran en el propósito de este artículo.
Como no podía ser de otra manera (esta frase, en boca de políticos, me encanta, porque si no podía ser de otra manera ¿dónde está el mérito o para qué lo mencionas?), Paquito tenía sobre el mostrador caramelos; de aquellos que parecían un gajo de naranja o limón, aunque también había de otras clases, entre los que destacaban los almendrones. Me parece recordar que el precio de la unidad era una gorda. Aun así, la mayoría de niños nos limitábamos a mirarlos dentro de su expositor, ya que, salvo en alguna ocasión en que los abuelos venían a visitarnos y tiraban la casa por la ventana gastándose un par de perras gordas, eran fruto prohibido.
No sé que año sería el que nos trajo un mes de agosto infernal, quiero decir que no creo que en el infierno pueda hacer mucho más calor, lo que sí sé es que a las chicharras se les partían hasta las cuerdas de sus violines de tanto cantar. Pero no hay mal que por bien no venga, y a Paquito el Chico se le derritieron los caramelos que tenía almacenados. Entonces no había subvenciones por catástrofes y cada cual resolvía sus dificultades como Dios le diera a entender. Y de perdidos, al río. Paquito quiso recuperar parte de lo perdido y los puso en liquidación, esto es, empezó a venderlos como vendía Garrote el pescado: a duro plato lleno. Bueno, lo del duro es un decir, porque mi madre vino con el delantal recogido por delante, lleno de caramelos derretidos y no creo que fuera tan rumbosa para gastarse más de 2 pesetas en galocherías. La dificultad para comerse los caramelos era quitarles el papel, no obstante, no supuso mayor obstáculo para que mi hermana y yo nos comiéramos en dos o tres días más caramelos de los que habíamos disfrutado en los años que teníamos. No sólo eso, es que rebañábamos los cachos que se habían pegado en el papel hasta dejarlo transparente; por si acaso no se daba nunca más semejante situación.
No se dio.

Todavía recuerdo las frases de mi madre:
- No comáis más caramelos que luego se os pican los dientes.
- Venga, ya está, guardad los que quedan que os van a salir lombrices.
Lo de las lombrices creo que se cumplió; al menos yo me acuerdo de no parar de rascarme el culo. Los dientes picados fue otro cantar: a mis 70 años sólo se me ha picado uno. Debió ser que nos los comíamos tan deprisa que no tenían tiempo ni de atacar el esmalte.

¡Ozú qué caloh!