¿Cómo se le dice a un niño que su dolencia es para siempre?
El 7 de octubre, Pequeño Saltamontes cumplió 25 meses y 2 días; esa
era exactamente la edad que yo tenía el 11 de mayo de 1952, la mañana que mi
madre me fue a despertar y se dio cuenta de que tenía una fiebre alta y no
me sostenía en pie.
Ángel Alejandro empezó a padecer antes de esa edad: cuando cumplió 3 meses ya había pasado por dos operaciones serias. En la primera, le abrieron la barriga, le cortaron 22 cm de íleon y le insertaron una bolsa; en la segunda, le abrieron la barriga, le quitaron la bolsa, le empalmaron la tripa y, ya puestos, le extirparon el apéndice.
Tuvo suerte.
Mamá dio señales de parto prematuro tres meses antes de cumplirse los días, pero dos semanas antes de dar a luz; semanas que los médicos aprovecharon para acelerar la formación de los pulmones y el cerebro del bebé. En San Juan de Dios nunca nos dijeron que la vida del niño corriese peligro, pero cada vez que hablaban de alguna complicación que se pudiera producir, la posibilidad se hacía real. Entonces no nos preocupaban las secuelas que le pudieran quedar: ni los brazos desproporcionados tipo orangután, ni la cabeza rapada y deforme que recordaba al hijo del faraón de los Diez Mandamientos, ni las piernas llenas de pellejo, sin carne. Nos preocupaba que el niño saliera adelante.
Y salió. Empezamos a verlo claro cuando le dieron un permiso de “fin de semana” durante los días de Navidad: en pocas fechas cambió la cara de padecimiento por una luminosa sonrisa que le iba de oreja a oreja, escupió la sonda gástrica y se agarró a la teta de la vida. Sólo entonces, cuando vimos alejarse el peligro de un desenlace fatal, se me ocurrió pensar que su desarrollo podría no ser normal del todo y le quedasen secuelas permanentes; pronto perdimos el miedo: todos los análisis indicaban que sería un niño sano, que debería, quizás, vigilar su alimentación y ya está; en poco más de tres meses en que los únicos contactos que tuvo con la familia eran los estrictamente necesarios para su alimentación e higiene, y los CANGUROS que en turnos le íbamos haciendo los más allegados, Ángel se agarró a la vida como un náufrago a un madero y cultivó una enorme fortaleza, física y moral, ante la adversidad.
Aun así, no pude evitar seguir pensando en secuelas graves, que, hasta donde sabíamos, no le impedirían desarrollar una vida aceptable, pero inexplicable para un crío de pocos años. Me surgió la pregunta del millón: ¿Cómo se le explica a un niño de dos años que la dificultad que lo hace diferente a los demás y que le impide hacer lo que hacen los otros, no tiene cura y es para siempre? Traté de recordar mi propia experiencia.
Los meses que siguieron a mi enfermedad los pasé en una manta en el suelo, gateando con las manos y arrastrando las piernas; a pesar de eso mi pregunta no era sobre cuándo volvería a andar, sino "cuando podré correr”. Y la respuesta de mis padres era siempre la misma:
- Pronto
Fue ahí cuando empecé a pensar que las personas, al hacerse mayores, perdían la facultad de correr y que ésa era una cualidad que sólo teníamos los chiquillos, porque "si podían correr ¿por qué iban siempre andando a todos lados?"
Tardé tiempo en enterarme que estaba equivocado.
Con el tiempo mis preguntas se fueron ampliando y la contestación de mis padres pasó de “Pronto” a “Cuando estés bien" y de “Cuando estés bien” a “Cuando estés mejor”.
Soy incapaz de determinar cuándo tuve conciencia real de que aquello era para siempre y si lo asumí al momento o me costó tiempo aceptarlo. Quizá empecé a asumirlo cuando dejé de pedir por mí y pedí a Dios por otros que estaban peor que yo. Sé que hubo épocas muy duras y que salvé, en parte por lo menos, gracias a mis amigos, que siempre contaron conmigo como uno más.
En varias ocasiones a lo largo de mi vida, alguien me ha hecho un comentario del estilo: “bueno, pero tú ya estás acostumbrado, ¿no?”. No nos equivoquemos, a esto no se acostumbra uno nunca; aprende a vivir con ello, asume que las cosas son como son y no como nos gustarían que fueran, que ante la adversidad vale más apretar los dientes que lamerse las heridas... pero de acostumbrarse, nanai. Han pasado casi 70 años y todavía sueño que ando; lo de correr hace tiempo que no me lo planteo ni soñando. En el verano, uno de los ejercicios que hago para intentar mantener un cierto tono muscular, es andar en la parte menos honda de la piscina. Apenas me cuesta trabajo levantar la pierna que llamamos “mala”; se pone un poco más complicado echarla hacia adelante y volver a apoyarla. Al dar el paso apoyado sobre la pierna izquierda, Arquímedes me echa una mano y consigo avanzar. Entonces me recorre la corva una rara sensación, como un calambrillo entre desagradable y placentero. Y cuando sueño que ando, noto esa la misma sensación.
Me he desviado. Lo que quería transmitir es que se me removerían los higadillos y se me haría un nudo en las tripas si me viera en el trance de tener que decirle a un niño que lo suyo es para siempre.
Ángel Alejandro empezó a padecer antes de esa edad: cuando cumplió 3 meses ya había pasado por dos operaciones serias. En la primera, le abrieron la barriga, le cortaron 22 cm de íleon y le insertaron una bolsa; en la segunda, le abrieron la barriga, le quitaron la bolsa, le empalmaron la tripa y, ya puestos, le extirparon el apéndice.
Tuvo suerte.
Mamá dio señales de parto prematuro tres meses antes de cumplirse los días, pero dos semanas antes de dar a luz; semanas que los médicos aprovecharon para acelerar la formación de los pulmones y el cerebro del bebé. En San Juan de Dios nunca nos dijeron que la vida del niño corriese peligro, pero cada vez que hablaban de alguna complicación que se pudiera producir, la posibilidad se hacía real. Entonces no nos preocupaban las secuelas que le pudieran quedar: ni los brazos desproporcionados tipo orangután, ni la cabeza rapada y deforme que recordaba al hijo del faraón de los Diez Mandamientos, ni las piernas llenas de pellejo, sin carne. Nos preocupaba que el niño saliera adelante.
Y salió. Empezamos a verlo claro cuando le dieron un permiso de “fin de semana” durante los días de Navidad: en pocas fechas cambió la cara de padecimiento por una luminosa sonrisa que le iba de oreja a oreja, escupió la sonda gástrica y se agarró a la teta de la vida. Sólo entonces, cuando vimos alejarse el peligro de un desenlace fatal, se me ocurrió pensar que su desarrollo podría no ser normal del todo y le quedasen secuelas permanentes; pronto perdimos el miedo: todos los análisis indicaban que sería un niño sano, que debería, quizás, vigilar su alimentación y ya está; en poco más de tres meses en que los únicos contactos que tuvo con la familia eran los estrictamente necesarios para su alimentación e higiene, y los CANGUROS que en turnos le íbamos haciendo los más allegados, Ángel se agarró a la vida como un náufrago a un madero y cultivó una enorme fortaleza, física y moral, ante la adversidad.
Aun así, no pude evitar seguir pensando en secuelas graves, que, hasta donde sabíamos, no le impedirían desarrollar una vida aceptable, pero inexplicable para un crío de pocos años. Me surgió la pregunta del millón: ¿Cómo se le explica a un niño de dos años que la dificultad que lo hace diferente a los demás y que le impide hacer lo que hacen los otros, no tiene cura y es para siempre? Traté de recordar mi propia experiencia.
Los meses que siguieron a mi enfermedad los pasé en una manta en el suelo, gateando con las manos y arrastrando las piernas; a pesar de eso mi pregunta no era sobre cuándo volvería a andar, sino "cuando podré correr”. Y la respuesta de mis padres era siempre la misma:
- Pronto
Fue ahí cuando empecé a pensar que las personas, al hacerse mayores, perdían la facultad de correr y que ésa era una cualidad que sólo teníamos los chiquillos, porque "si podían correr ¿por qué iban siempre andando a todos lados?"
Tardé tiempo en enterarme que estaba equivocado.
Con el tiempo mis preguntas se fueron ampliando y la contestación de mis padres pasó de “Pronto” a “Cuando estés bien" y de “Cuando estés bien” a “Cuando estés mejor”.
Soy incapaz de determinar cuándo tuve conciencia real de que aquello era para siempre y si lo asumí al momento o me costó tiempo aceptarlo. Quizá empecé a asumirlo cuando dejé de pedir por mí y pedí a Dios por otros que estaban peor que yo. Sé que hubo épocas muy duras y que salvé, en parte por lo menos, gracias a mis amigos, que siempre contaron conmigo como uno más.
En varias ocasiones a lo largo de mi vida, alguien me ha hecho un comentario del estilo: “bueno, pero tú ya estás acostumbrado, ¿no?”. No nos equivoquemos, a esto no se acostumbra uno nunca; aprende a vivir con ello, asume que las cosas son como son y no como nos gustarían que fueran, que ante la adversidad vale más apretar los dientes que lamerse las heridas... pero de acostumbrarse, nanai. Han pasado casi 70 años y todavía sueño que ando; lo de correr hace tiempo que no me lo planteo ni soñando. En el verano, uno de los ejercicios que hago para intentar mantener un cierto tono muscular, es andar en la parte menos honda de la piscina. Apenas me cuesta trabajo levantar la pierna que llamamos “mala”; se pone un poco más complicado echarla hacia adelante y volver a apoyarla. Al dar el paso apoyado sobre la pierna izquierda, Arquímedes me echa una mano y consigo avanzar. Entonces me recorre la corva una rara sensación, como un calambrillo entre desagradable y placentero. Y cuando sueño que ando, noto esa la misma sensación.
Me he desviado. Lo que quería transmitir es que se me removerían los higadillos y se me haría un nudo en las tripas si me viera en el trance de tener que decirle a un niño que lo suyo es para siempre.