Debido a la profesión de mi padre
y a las circunstancias de mi yo, a lo largo de mi vida he tenido que pelearme a
menudo con los artilugios homologados para obtener el peso y/o masa de las
cosas.
Mi primera definición de kilo la
obtuve de la Enciclopedia Álvarez y venía a decir que “era la masa de 1 litro de agua destilada a la temperatura de 4 grados
centígrados”; por entonces, yo no sabía lo que era “agua destilada” ni “grado centígrado”, y “temperatura” era sinónimo de fiebre. En
primero de bachiller se me aclararon las cosas cuando el nuevo libro de
matemáticas le definió kilo como “la masa de un cilindro de platino iridiado
que se conserva en la Oficina Internacional de Pesos y Medidas de París”; esto
era más comprensible dado que lo único que no me sonaba era lo de “iridiado” y supuse que debía ser un sistema
de niquelado propio de los franceses, muy caro, por supuesto, ya que se
guardaba bajo dos campanas de cristal que yo imaginé blindado.
Aun sin conocer con exactitud qué
era un kilo, en mi casa estábamos familiarizados con los instrumentos de pesar;
describo alguno de los aparatos más utilizados:
La romana: la utilizaba mi
madre para comprobar el peso del pescado, de una papada de marrano o de harina
necesaria para los mantecados de Navidad.
En otras casas había una romana
grande colgada de una cadena que pendía del techo y que se utilizaba para
obtener el peso de un cerdo (en arrobas), un saco de trigo o un pellejo de
aceite. Digo pesar y digo bien: en mi pueblo las cosas pesaban; la masa era la
mezcla de harina, agua y levadura que utilizábamos para hacer pan. La romana es
una palanca con un brazo más largo que otro, con un gancho en el brazo corto y
un pilón en el brazo largo que, a su vez, está marcado por la escala de pesos;
lo habitual en los años cincuenta es que, por un lado, la escala marcase kilos
y, por el otro, libras.
La balanza de platillos:
su utilidad era muy variada, desde pesar judías, lentejas o garbanzos hasta
preparar los cucuruchos de simiente de pepino o paletadas de azufre en polvo
para desinfectar viñas.
El aparato se basa otra vez en la ley de la palanca, en
este caso con el punto de apoyo en el centro del brazo; en los extremos del
brazo hay sendos platillos, destinado uno a contener el producto que se pesa,
y, el otro, un juego de pesas que, equilibrado el fiel, indiquen el peso
perseguido. El juego de pesas, si no recuerdo mal, era capaz para 4 kilos, con
pesas de 2, 1 y ½ kilo, y las combinaciones de pesas suficientes para obtener
una precisión de unos pocos gramos.
Mucho más tarde, en la
Universidad tuve ocasión de aprender el manejo de una balanza de precisión en
clase de prácticas de Física y practicar lo aprendido en el Laboratorio de
Química.
La báscula: cuando de obtener el peso de un cuerpo voluminoso se
trata, hay que recurrir a otro tipo de aparatos que permitan depositar el
objeto activo.
La báscula es un artefacto con una plataforma destinada a tal
fin; el resto vuelve a beneficiarse de la ley de la palanca: la gravedad tira del objeto pesado, fuerza que se compensa moviendo un
pilón a lo largo del brazo de resistencia, que está graduado en kilos. Este
tipo de báscula no es muy precisa puesto que, para ello, debería disponer de un
brazo excesivamente largo; se obtiene mayor precisión con básculas de muelle
elástico (dinamómetro), que se basan en la deformación que la fuerza de la
gravedad, aplicada a un objeto, ejerza sobre un resorte elástico. Este sistema
es mucho más ágil, dado que no es necesario equilibrar masas usando pesas
adicionales y es el que utilizan la mayoría de básculas que hoy encontramos en
los supermercados o en las farmacias.
A partir de aquí, las pesadas son
electrónicas; quiero decir que todos los aparatos que usamos para determinar el
peso o la masa de un cuerpo tienen un mecanismo electrónico. No sé cómo se las
arreglan las pilas para conseguirlo, pero el resultado es rápido y preciso, y
nos podemos permitir el lujo de tener una balanza de cocina, una báscula de
baño e, incluso, un pesacartas (el pesaleches es un aparato distinto, que se
basa en un principio diferente).
Todo lo anterior viene a cuento
por lo que sigue.
Desde primeros de septiembre vengo observando que las facturas de SGEL
incorporan cada semana 2 ó 3 albaranes de los que no hay constancia en el
quiosco: ni existe el papel que lo soporta ni el género que nos cobran; observo
asimismo que, en algunas ocasiones, tanto el albarán como el género llegan con
varias semanas de retraso; en otras ocasiones no llega nunca. Por lo general,
se trata de un paquete con un solo ejemplar de una sola revista. El protocolo de
control de facturas y derramas varias del quiosco prevé y detecta tal
incidencia y Dalr hace la correspondiente reclamación vía web y, “como no podía ser de otra manera”, la
mentada reclamación queda registrada en los anales de SGEL.
En el apartado de observaciones
solemos indicar que el motivo de la reclamación es que “el paquete no ha llegado”. SGEL es más lenta que el Ferrari de
Fernando Alonso, pero antes o después llega la contestación:
“Estimado Cliente, una vez Analizada su Reclamación, hemos resuelto
RECHAZAR las siguientes:
- Revisados los pesos y configuración de la paquetería, procedemos a
rechazar los siguientes títulos… … …”
¡LA BÁSCULA…! SGEL pesa los paquetes.
Ya lo sabíamos. Una vez confeccionado el paquete, se pesa; como se conoce el
peso de cada revista, es fácil calcular lo que debía pesar el paquete y, si el
resultado de cálculo coincide con el que dice LA BÁSCULA, está claro que
cualquier reclamación de faltas realizada por el quiosquero es un intento de
chorizada por parte del mismo. Chorizada que queda registrada en el histórico
de SGEL exactamente igual que ocurre cuando un quiosquero devuelve más género
del recibido; este histórico vale, y eso lo pongo de mi cosecha, para medir la
honestidad del vendedor en el caso de reclamaciones que queden poco claras.
Dalr debe liderar el ranking de
chorizos, toda vez que a mí no se me escapa una y vamos a razón de 2 ó 3
reclamaciones por semana; servidor cuadra los albaranes por ejemplares (Salva)
e importe y es harto complicado que Salva se olvide de registrar en el
ordenador el contenido de un paquete y, a la vez, pierda el papel del albarán.
Por si acaso, cuando una revista no me cuadra, hago que Salva cuente los
ejemplares existentes mientras que yo obtengo las ventas registradas. O sea,
con BÁSCULA o sin BÁSCULA, cuando ordeno una reclamación es porque me he
asegurado que el riesgo de error por nuestra parte es mínimo (a pesar de Ana
Mato, el riesgo 0 no existe). Claro que, en nuestro caso, LA BÁSCULA poco o
nada tiene que ver: me importa un pepino que los pesos comprobados en
paquetería sean correctos; lo que reclamamos es que no llegan los paquetes.
Se dice que el tiempo pone las cosas en su sitio. No es verdad; quien pone las
cosas en su sitio es la casualidad y ha sido seguramente la casualidad la que
ha hecho que nuestro repartidor haya limpiado la furgoneta y encontrado un
montón de paquetitos y el 02/01 se nos hace entrega de nada menos que de 10
mini paquetes de los cuales 9 han sido objeto de reclamación; el décimo, ¡oh,
casualidad!, era de fecha 02/01 (precisamente). Ahora devolveremos un montón de
revistas que dijimos no haber recibido: Dalr tendrá otros 9 intentos de choriceo detectados por el nuevo
modelo de BÁSCULA que, mediante pesada, es capaz de detectar cuándo un paquete
llega a destino y cuándo no.
Claro que, luego, uno se fija en
el albarán y ve cosas raras; por ejemplo, todos los albaranes reclamados porque
no se habían llegado al quiosco mostraban a la derecha el número 6605 en letras grandes y
retintadas; alguien había tachado el número y anotado a su lado 5602. Observando
este y otros albaranes resulta que 6605 parece ser la ruta que había seguido el
paquete y 5602 la ruta que siguen casi todos los demás paquetes que sí
llegaron.
De todos modos, el ordenador de
SGEL y su BALANZA indicarán que el tramposo es Dalr.