Presumo de haber tenido una memoria tendente a privilegiada y remarco el infinitivo compuesto porque o bien el alemán hace de las suyas, o bien tengo el disco duro cerebral al límite de su capacidad y apenas queda espacio para los nuevos archivos. Pero el sistema operativo sigue funcionando y, cuando echo la imaginación atrás, saco recuerdos de la época en que aún tenía instalado el DOS.
Un día me quedé a dormir en casa de mi tía Aurelia y mi primo el Caracoles se empeñó en llevarme con él a la escuela. Desde ese día me hice fijo en las clases de Don Emilio. Me faltaban unos meses para cumplir los cinco años. A esa edad ya había pasado las tres cartillas preceptivas bajo la tutela de mis padres y la ayuda de mi hermana. Por esa razón, en la escuela pasé directamente a la lectura de Lecciones de Cosas y, más tarde, al Manuscrito. Fue diferente en escritura; en casa apenas había hecho unos cuadernos de palotes y no sabía hacer la o con un canuto, pero, dado que andaba adelantado en lectura, Don Emilio me pasó a escribir sin ningún método de caligrafía. Aún hoy no tengo bien definido mi sistema de escritura y, en una sola palabra, puedo incluir dos erres siguiendo pautas caligráficas diferentes.
El paso siguiente hubiera sido entrar de lleno en El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, a la sazón libro de lectura obligado en la escuela de mi pueblo. Pero eran tiempos de cambio y el nuevo maestro, Don Baltasar, irrumpió con las nuevas técnicas de enseñanza que, por edad, debían haberme asignado al grupo del Parvulito. Pero el Zapillo (así denominaban en el pueblo al maestro) consideró que estaba preparado para dar lecciones de memoria y me situó en el Primer Grado Álvarez. La pequeña enciclopedia estaba estructurada según las materias al uso de Lengua Española, Aritmética, Geometría, Ciencias de la Naturaleza, Historia, Historia Sagrada y Geografía. Al final había algo de Formación Política. Cada capítulo se componía de una lectura sobre el tema a estudiar y las preguntas que había que aprender de memoria. El Segundo Grado de la Enciclopedia y, sobre todo, el Tercero incorporaban lecturas de más nivel que, en la disciplina de Lengua Española se recreaba en textos escogidos entre nuestros mejores literatos. Recuerdo la primera poesía que aprendí y que Don Baltasar me hizo recitar delante del resto de alumnos.
Yo vi sobre un tomillo
quejarse un pajarillo,
viendo su nido amado
de quien era caudillo,
de un labrador robado.
Más tarde, mi hermana María y yo aprendíamos poesías de mayor calado, que declamábamos en la Emisora Parroquial del pueblo vecino. Recuerdo en especial una que dejó huella en mi ánimo durante mucho tiempo.
Ya se está el baile arreglando.
Y el gaitero, ¿dónde está?
«Está a su madre enterrando,
pero enseguida vendrá».
«Y ¿vendrá?» «Pues ¿qué ha de hacer?»
Cumpliendo con su deber.
Vedle con la gaita..., pero
¡cómo traerá el corazón
el gaitero,
el gaitero de Gijón!
¡Pobre! Al pensar en su casa
toda dicha se ha perdido,
un llanto oculto le abrasa,
que es cual plomo derretido.
Mas, como ganan sus manos
el pan para sus hermanos,
en gracia del panadero
toca con resignación
el gaitero,
el gaitero de Gijón.
No vio una madre más bella
la nación del sol poniente...
pero ya una losa de ella
le separa eternamente.
¡Gime y toca!
¡Horror sublime!
Mas, cuando entre dientes gime,
no bala como un cordero,
pues ruge como un león
el gaitero,
el gaitero de Gijón.
La niña más bailadora,
«¡Aprisa! -le dice- ¡aprisa!»
Y el gaitero sopla y llora,
poniendo cara de risa.
Y al mirar que de esta suerte
llora a un tiempo y los divierte,
¡silban como Zoilo a Homero,
algunos sin compasión,
al gaitero,
al gaitero de Gijón!
Dice el triste en su agonía,
entre soplar y soplar:
«¡Madre mía, madre mía!
¡Cómo alivia el suspirar!»
Y es que en sus entrañas zumba
la voz que apagó la tumba;
¡voz que, pese al mundo entero,
siempre la oirá el corazón
del gaitero,
del gaitero de Gijón!
Decid, lectoras, conmigo:
¡Cuanto gaitero hay así!
¿Preguntáis por quien lo digo?
Por vos lo digo y por mí.
¿No veis que al hacer, lectoras,
doloras y más doloras,
mientras yo de pena muero
vos las recitáis al son
del gaitero, del gaitero de Gijón!
Ramón de Campoamor
Confieso que he tenido que buscar la poesía porque no he sido capaz de recordar todas sus estrofas, pero hay cuatro versos que no he olvidado ni olvidaré jamás y que al rememorarlos hacen que un escalofrío me baje por la espina dorsal y se me detenga en el estómago.
La niña más bailadora,
«¡Aprisa! -le dice- ¡aprisa!»
Y el gaitero sopla y llora,
poniendo cara de risa.
Ese soy yo. Ese he sido yo mientras he podido, aunque no del todo. Mi vida se completa con otros cuatro versos:
Dice el triste en su agonía,
entre soplar y soplar:
«¡Madre mía, madre mía!
¡Cómo alivia el suspirar!»
Me he soplado tantas mentiras y tan bien elaboradas que no sólo me he aliviado en el suspiro sino que tengo a gala el haber trasformado las lágrimas en carcajadas y la tristeza en alegría. Mi alegría por la vida y por los que están a mi alrededor. En mis mentiras he manejado el balón con la elegancia de Kubala, he rematado con la cabeza de Kocsis o la potencia de Puskas y he corrido la banda con la velocidad de Gento, aunque Terremito, vendedor de canarios y simpatizante del Bilbao, me llamara cariñosamente Gainza. Yo mismo me extraño a veces que mis seres más queridos y que mejor me conocen, me exijan acciones que están a años luz de mis posibilidades; y me extraño porque las mentiras que me cuento también ellos se las creen.
Pero me he estrellado. Llevo una semana en el quiosco; siete días. Siete días de contactos con mis clientes, mis amigos; siete días transmitiendo optimismo y buen humor; siete días intentando confortar a quienes se paran frente al quiosco y me cuentan los problemas que los aquejan o aquejan a sus seres queridos y no tienen solución; siete días aferrado a los versos finales de la tercera estrofa:
¡Gime y toca! ¡Horror sublime!
Mas, cuando entre dientes gime,
no bala como un cordero,
pues ruge como un león
el quiosquero,
el quiosquero de este blog.
Ahora que tanto se habla del derecho a una muerte digna, yo, quiosquero, sabedor que mi profesión está abocada a una muerte indigna, reclamo el derecho de todos los compañeros a que su trabajo les permita vivir con dignidad. Y no me refiero al aspecto económico. Un quiosco medio de Barcelona, situado en un barrio en el que la media de edad supera en mucho la mitad de la esperanza de vida, un barrio en el que escasean los niños, un barrio donde la gente no está para promociones chorras aunque responda bastante bien a las ofertas culturales, mi quiosco, en fin, es capaz de generar unos ingresos correspondientes a un sueldo y tres cuartos, incluidos gastos sociales y de cualquier otra índole, y, por supuesto, habiendo sumando el rendimiento por publicidad. Para que eso sea posible se han tenido que dar circunstancias varias:
a) Abierto al público 14 horas de lunes a viernes.
b) Abierto al público 7 horas los sábados, domingos y festivos.
c) Una hora diaria entre apertura, cierre y empaquetado de sobrantes.
d) Un empleado con una semana laboral de 54,5 horas.
e) Un servidor, con una semana laboral de lunes a domingo de 58,5 horas fijas, más las que caigan, de las cuales 28 son de trabajo administrativo.
f) No cuento las horas de Quiosquera y Dalr porque, según mi profesor de F.E.N., Don Antonio Briones, para que un esfuerzo pueda considerarse trabajo, es necesario que haya una remuneración por medio.
g) Mucho tiempo de acciones económico-políticas tendentes a obtener la credibilidad necesaria para que se tengan en cuenta nuestras reclamaciones. Sólo conozco dos maneras de que un quiosco no sea una ruina: una es la que acabo de describir (lenta en la obtención de resultados, cabreante en grado sumo y deficitaria por bien que resulte), acompañada de un repaso minucioso de facturas, anotaciones en albaranes y control de publicaciones a punto rebasar el plazo de devolución; la otra es mangar a las distribuidoras por un valor no inferior a lo que ellas te manguen.
Se podría ampliar la lista hasta llegar a la Z. Me conformo con relatar mi vida actual, con Salva de vacaciones y haciendo horario de verano.
El despertador suena a las cinco menos cuarto pero aplico la norma taurina de esperar hasta el tercer aviso para darle un codazo a Quiosquera, prender el cohete del culo y ponernos en marcha. Llegamos al quiosco entre seis y diez y seis y media, después de haber dejado a mi madre casi a punto para que la madre de Salva la recoja a las ocho y media y la acompañe a un centro de día para ancianos. A las seis y treinta y cinco empieza a llegar el género: un saco de pan, una bandeja de cruasanes y otra bandeja de bollería variada. Es para Villabragas; nuestro género se encuentra apilado junto al quiosco antes de que lleguemos. Quiosquera le da a la escoba para despejar la acera de hojas muertas y la reprendo porque no entiendo que, pagando lo que pago al ayuntamiento, tengamos que ser nosotros quienes barramos si no queremos que los recovecos circundantes sean un nido de basura. A las siete y media tenemos todo colocado, incluidas las revistas de SGEL, madrugadora ella, e introducidos los albaranes en el ordenador; por lo menos los que llevan las publicaciones semanales. Mientras Quiosquera repasa las existencias de chicle y tabaco, hago el primer receso: saludo al Súper, le llevo el Mundo Deportivo y un purito Reig para que alimente el cáncer latente y me tomo un café. A las ocho menos veinte echo una meada procurando escurrir hasta la última gota y Quiosquera se va a trabajar a la oficina que la tiene en nómina. Me quedo solo; en mis circunstancias actuales, una parte de mí se va con ella, mientras la otra parte inicia la batalla en solitario: resto de albaranes de SGEL y colocación de las nuevas publicaciones. No es fácil. Yo vendo el 70% de mis diarios entre las ocho y las nueve y media de la mañana, lo que me dificulta enormemente el poner cada cosa en su sitio; basta con que ponga el pie en el escaloncillo para que llegue una oleada de clientes recién salidos del metro y me haga desistir del empeño.
Cuando le parece bien, llega SADE. Es más fácil de solventar porque no he de introducir los albaranes; a primera hora los he recibido electrónicamente y la base de datos ya está actualizada. Es entonces cuando me tomo un receso e intento escribir el post del día; eso, siempre que Marina Press no haya llegado con sus promociones, en cuyo caso el receso lo hago más tarde o no lo hago. Entre unas cosas y otras deben ser las dos y media o las tres y me asomo para que el Súper me vea y sepa que necesito un bocata y una cerveza; helada a ser posible. Es la hora de salida de los trabajos y el bocadillo puede durarme treinta y cinco o cuarenta minutos. El último trago de cerveza, el que espero como la traca final de la fiesta, suelo tomarlo calentorro. Toca hacer devoluciones hasta donde me dé tiempo. En el caso de no haber promociones, habré aprovechado para buscar revistas escondidas, subirme a la escalera de mano y esculcar por las alturas del quiosco o revisar cómo llevo las reservas de los clientes.
A las cinco inicio la recogida. Es la peor hora del día. El sol lleva cuatro horas dando de pleno y el quiosco es una sauna. Desde casi el principio decidí cerrar primero y empaquetar después porque de hacerlo al contrario acababa con los nervios de punta. Se dice que, para que un toro esté picado, la sangre ha de llegarle a la pezuña. Igual que en el quiosco; cuando acabo de hacer la devolución de los diarios, el sudor me ha bajado por las patas y tengo las botas encharcadas; el que me resbala por la frente habrá hecho un pequeño charco en la “moqueta” y se me habrá metido ocho veces en los ojos produciéndome idéntico escozor que si me hubiera entrado una gota de agua salada del Mar Muerto. Si me da tiempo, echaré una meada y le pagaré el bocata al Súper; si no, ya mearé en casa y le pagaré mañana. Recojo a mi madre en el centro, me bebo medio litro de agua helada y me pongo frente al ordenador; me conecto al quiosco y empiezo el repaso de facturas o de lo que se tercie. Hasta que Quiosquera me llame para cenar. Comentamos los sucesos del día y, sobre las once u once media, nos vamos a la cama.
Los sábados y domingos hay variaciones. Abrimos media hora más tarde, Dalr llega sobre la una y se encarga de cerrar, y yo me echo una siestecilla.
Así, cada día, siete días a la semana, todas las semanas que duren las vacaciones de Salva. Y así sería siempre todos los días del año, si no pudiera permitirme el lujo de tener a Salva; aunque sea a costa de no cobrar yo algunos meses. ¡Eso es calidad de vida!
Me paro y analizo lo que puede llegar a ser el mayor problema que puede tener un quiosquero: las necesidades fisiológicas. Servidor, como ya he dicho, mea al levantarse; servidor mea a las ocho menos cuarto, apurando al máximo; servidor no sabe cuándo volverá a mear. Los lunes, a eso de las diez, pasa el de los chicles y aprovecho. Cada día, sobre las 12, pasa el señor Jaume y aprovecho. Cada día, sobre las 2, vuelve a pasar el señor Jaume y aprovecho. Hay días, por tanto, que, desde que se va Quiosquera hasta que cierro, puedo mear tres veces. Hay días (el señor Jaume ahora sólo pasa una vez al día o ninguna porque su mujer está internada y en muy mal estado) que puedo mear una vez. Y hay días que no meo hasta que llego a mi casa a las seis de la tarde; hay días que estoy DIEZ horas seguidas sin mear.
Y al quiosco hay que llegar cagado; ni el tío de los chicles, ni el señor Jaume, ni San Apapucio pueden hacer el relevo a un quiosquero con la tripa suelta. Hacemos como los ciclistas que, cuando arranca la etapa, ya van comidos y cagados. Comer, pueden hacerlo sobre la bicicleta pero ¿qué le pasaría a Contador si, escalando la Madeleine o Alpe D’Huez, se le soltaran las tripas? Pues que el Tour se le escaparía por el culo. En la última asamblea de vendedores de prensa se habló de un nuevo modelo de quiosco. Quiosquerominusválido preguntó si estaba previsto incorporar un pequeño retrete. Hubo un silencio mortal; y es que Quiosquerominusválido es persona seria. De haber sido yo quien hiciese la pregunta, la gente hubiera pensado que estaba de cachondeo y la carcajada habría sido general.
Resumiendo. Permanezco de pie desde las 5 de la mañana hasta las 6 de la tarde con ligerísimas interrupciones que me permiten apoyar los glúteos en un taburete durante segundos; las faenas administrativas me ocupan de 6 a 9 de la noche, y ahí se acaba mi jornada laboral: sólo 16 horas. Sábados, domingos y fiestas de guardar, se reduce el horario pedestre y aumenta en un par de horas el tiempo dedicado al sueño.
Esa debería ser la vida de cualquier quiosquero. La realidad es que el mismo trabajo se suele hacer entre dos, con lo que se suaviza la indignidad a cambio de dos sueldos de mierda. Recuerdo un capítulo de la serie Norte Sur, que relata la visita del protagonista sureño al protagonista del norte. El sureño ve cómo viven los “hombres libres” del norte y le comenta a su amigo:
- Mis esclavos viven mucho mejor que tus trabajadores.
Y es que los esclavos actuales del llamado mundo occidental o primer mundo, somos los quiosqueros de Barcelona.
Seguramente me están leyendo quiosqueros que piensen que exagero o que, en el peor de los casos, esto me pasa a mí debido a mi discapacidad y se preguntan por qué coño un inútil se mete a quiosquero. Me cuento una última mentira y juzgamos.
En septiembre de 1968, estando en la cola, me enteré de que un error administrativo que yo mismo había cometido, me impedía matricularme en la carrera elegida. Mi hermana María tuvo una conversación de 5 minutos con el rector de la Universidad de Granada, Federico Mayor Zaragoza, y me solventó el problema. De haber salido mal aquella entrevista, mi segunda opción era matricularme en Farmacia. ¿Hay algún impedimento, quizás, para que un inútil sea boticario? Creo que no. Entonces, prosigamos con la mentira. Quiosquero no es quiosquero sino boticario; hablando con propiedad, Don Boticario. Como mi familia no era de posibles, hubiese acabado montando la botica en un pueblo, en un local un poco más grande que el quiosco y en similares circunstancias comerciales:
· Monopolio de fabricantes: Laboratorios.
· Monopolio en distribución: Federación Farmacéutica
· Asociación Profesional: Colegio de farmacéuticos.
· Devolución de excedentes
· Vales y cartillas: recetas de la Seguridad Social
· Horarios prolongados
· Guardias para días festivos
· Ambas profesiones constituyen un servicio público
O sea, que un boticario debería estar tan jodido como un quiosquero. Aunque:
· Existe una gran diferencia comercial: su asociación, el Colegio de Farmacéuticos, ha obtenido del gobierno el monopolio de venta de medicamentos y otros productos más o menos saludables.
· Existe una gran diferencia social: el licenciado en Farmacia será tratado por todos los estamentos como Don Boticario. Un quiosquero será tratado con respeto por sus clientes, siempre que se los sepa ganar. Los estamentos lo tratarán como basura.
· Existe una enorme diferencia en calidad de vida, y no me refiero a diferencias económicas. Don Boticario, por pequeño que sea su local, tendrá un retrete donde aliviarse o, en el peor de los casos, podrá cerrar la puerta en 30 segundos y acercarse al bar o a su casa para hacer sus necesidades cómodamente. Un quiosquero de Barcelona, cuando haya conseguido cerrar el quiosco, ya se habrá cagado encima. ¡Simplifiquemos, coño! El boticario siempre tendrá un huequecillo para levantar la pierna y soltarse un cuesco que haga temblar las vitrinas. Todo eso está vedado a un quiosquero de Barcelona que ni siquiera es capaz de negociar con sus vecinos un sistema de turnos que le permitan descansar un domingo de vez en cuando.
Este quiosquero sólo tiene un sueño respecto a su negocio: poder cerrar rápidamente en un caso de apuro. Y por esa razón saca continuamente a colación los nuevos quioscos de Almería. No se trata del derecho a morir con dignidad (la muerte es inevitable; en ningún caso es digna), se trata del derecho a ganarse la vida trabajando con la dureza que el oficio requiera pero guardando un mínimo de intimidad por mucho que se esté en mitad de la calle. Es el derecho a una vida digna.
Y ojo. Me llegan aires de cambio. El Ayuntamiento de Barcelona y las asociaciones de vendedores de prensa podrían estar negociando el nuevo modelo de quiosco o la adaptación de los existentes. No hay prevista ninguna acción encaminada a dignificar la vida del quiosquero.